1.3 Determinantes contextuales de las percepciones de conflicto social

1.3.1 Desigualdad económica

“A conflict relationship occurs within a specific social context; it affects it, and is in turn affected by it” —(Bercovitch, Kremenuik and Zartman, 2008, p.7).

El resurgimiento de la conflictividad social en los últimos años, especialmente después de la crisis financiera del 2008, se ha caracterizado por una fuerte y renovada crítica contra las desigualdades sociales en varios países del mundo, como las movilizaciones de Wall Street en Estados Unidos, los Indignados en España, los Giles Jaunes en Francia o el Estallido Social en Chile (Della Porta et al., 2017; Somma et al., 2020). Un elemento común a estos conflictos es que, en base al descontento, las desigualdades se han re-politizado y los clivajes verticales han vuelto a la palestra al contrastarse los altos niveles de desigualdad económica y la excesiva concentración de la riqueza en el 1% de la población; “We are the 99%” fue el famoso slogan de Wall Street (Blühdorn & Deflorian, 2021). Como han destacado varios analistas, desde 1980 hasta la fecha (ver Figura 1.2) la desigualdad económica se ha incrementado dramáticamente tanto dentro como entre países (Keeley, 2015; Kenworthy & Pontusson, 2005; Milanović, 2016). La base de este crecimiento ha sido la ampliación de las diferencias de ingresos promedios dentro de los países y el acaparamiento de la riqueza por pequeños segmentos de la población en países desarrollados como en aquellos en vías de desarrollo (Milanović, 2016). Esto ha conducido, entre otras razones, a una preocupación generalizada en la investigación sociológica por las polarizaciones sociales, los grados de desconfianza social y de deslegitimación política que produce la desigualdad económica (Andersen & Curtis, 2012). Así también, la desigualdad económica se ha vuelto un punto común para analizar los conflictos sociales, ya sea en sus formas manifiestas, como por ejemplo mediante las acciones contenciosas ante las deprivaciones materiales (Tilly & Tarrow, 2015), o en sus formas latentes a través de las percepciones subjetivas sobre la desigualdad y el conflicto (Hadler, 2017; Hertel & Schöneck, 2019).

Figura 1.2: Evolución de la desigualdad de ingresos 1960-2020. Fuente: Elaboración propia en base a SWIID (2019). Solo 45 países seleccionados en base a ISSP (1999-2019).

Las principales causas del incremento de la desigualdad económica se han asociado a la expansión de la globalización, a los cambios tecnológicos y productivos con la flexibilización y precarización laboral, y a una retirada generalizada de las políticas de seguridad social en varios países (Brady, 2009; Milanović, 2016; Salverda et al., 2011). La investigación específica sobre la desigualdad económica se ha concentrado en dos componentes para definirla: por un lado, las diferencias de ingresos entre los núcleos familiares y, por el otro, la repartición/concentración de la riqueza entre segmentos poblacionales (Salverda et al., 2011). Al respecto, un diagnóstico compartido es que a pesar del crecimiento económico experimentado por varios países luego de la introducción de políticas neoliberales (Brady, 2009; Coburn, 2000), se han incrementado las distancias sociales entre los grupos más ricos y el resto de la población dentro de los países (Andersen & Curtis, 2012). Sin embargo, en las últimas décadas lo que ha caracterizado a la desigualdad económica no es solo su incremento dentro de las naciones, sino más bien entre ellas, llegando a constituirse como un fenómeno de desigualdad global (Brady et al., 2007; Milanović, 2016). Así, por ejemplo, para el 2021 menos del 50% de la población global poseía conjuntamente solo el 2% de la riqueza mundial, mientras que el 10% más rico poseía el 76% del total de la riqueza de los hogares y el 1% capturaba cerca del 38% de todos los activos del mundo (Chancel et al., 2022). Con todo, la desigualdad económica es un fenómeno a escala global que ha incrementado las diferencias de ingresos dentro de los países generando distancias entre grupos sociales, y también ha crecido extensivamente entre países adaptándose a sus estructuras económicas e institucionales (Keeley, 2015).

Si bien no existe un consenso para explicar el efecto de la desigualdad económica sobre diversos fenómenos subjetivos ya que se cuestiona su causalidad, distintas teorías sociológicas han postulado ciertos mecanismos para explicitar un vínculo estructural entre el contexto y las percepciones subjetivas (cf. Andersen & Curtis, 2012; Solt, 2008). Al respecto, destacan las teorías del riesgo y del conflicto social, las cuales subrayan las condiciones económicas/objetivas como importantes puntos de referencia para las percepciones. Como postula la teoría del riesgo, los individuos poseen cierta racionalidad inmediata sobre sus condiciones económicas, y cuando estas se ven amenazadas o dispuestas a sufrir cambios abruptos, como por ejemplo ante la ampliación de la desigualdad económica, la aversión al riesgo aumenta derivando en que los individuos defiendan sus intereses materiales (Fraile & Pardos-Prado, 2014). Esto es especialmente relevante para los grupos que se sitúan en lo alto de la estructura social puesto que, debido a lo que poseen, experimentarían un coste marginal mucho mayor ante el detrimento económico en comparación a los grupos más bajos que se encuentran estructuralmente en desventaja (Solt, 2008). Por su parte, las teorías del conflicto social -como la de la deprivación relativa (Gurr, 1970)- enfatizan que a medida que las condiciones materiales (lo que es) desfavorecen los intereses y expectativas de ciertos grupos o afectan su estabilidad económica (lo que debería ser) se generan discordancias que los impulsan a realizar acciones o mantener estados conflictivos entre poseedores y desposeídos (Karakoc, 2013). Así, por ejemplo, cuanto más grande es la disparidad económica mayor sería la incompatibilidad de intereses y visiones conflictivas sobre la distribución de recursos entre grupos como los ricos y los pobres (Karakoc, 2013). En resumidas cuentas, según estos enfoques los individuos responderían a las condiciones de desigualdad económica cuando afecta la realización de sus intereses, o bien, cuando sus condiciones materiales se ven mermadas (Kriesberg, 1973; Salverda et al., 2011). De tal modo, al establecer que la desigualdad económica posee una influencia estructural o condicionante sobre visiones subjetivas, se sostiene el argumento sociológico respecto a que las percepciones de los individuos reflejan los contextos en los que viven (Andersen & Yaish, 2012).

En la medida que existan altas diferencias de ingresos y concentración de la riqueza, los individuos tenderían a percibir a distintos grupos jerárquicos de forma conflictiva (Delhey & Keck, 2008; Hadler, 2017; Hertel & Schöneck, 2019). Esto se debe a que, en tanto la desigualdad económica posibilita o dificulta la capacidad de realizar ciertos intereses y afecta las condiciones materiales (Salverda et al., 2011), cuando se presentan amplias brechas económicas entre grupos sociales la oposición de intereses sería más palpable, facilitando la polarización social (Andersen & Curtis, 2012; Hertel & Schöneck, 2019; Milanović, 2011). Asimismo, la desigualdad económica reproduce las ventajas y desventajas sociales, afectando las expectativas de igualdad y reconocimiento (Fraser & Honneth, 2003). Siguiendo el enfoque de la teoría del conflicto, la desigualdad económica actuaría como una fuerza o constricción social que permitiría a los individuos asociar a determinados grupos o instituciones como responsables de su condición económica (Karakoc, 2013). Por tanto, puede sostenerse que a medida que aumentan las desigualdades económicas, el contexto generado por las dificultades materiales asociadas al consumo, la deprivación material y la distancia entre grupos sociales puede influir en la estimación subjetiva del conflicto social (Hadler, 2003; Hertel & Schöneck, 2019; Kelley & Evans, 1995).

En las investigaciones empíricas sobre las percepciones de conflicto, el nivel de desigualdad económica es una dimensión habitual de análisis debido a las conexiones teóricas expuestas (Hadler, 2003), generando dos hallazgos principales. Primero, se ha demostrado en reiterados estudios una asociación positiva entre mayores niveles de desigualdad económica y mayores niveles de conflicto percibido (Delhey & Keck, 2008; Edlund & Lindh, 2015; Hadler, 2017; Hertel & Schöneck, 2019). Sin embargo, y como se mencionó anteriormente, casi todas estas investigaciones han utilizado el índice de Gini como medición de la desigualdad económica, siendo solo una de las formas de cuantificar las disparidades económicas en una sociedad, además de ser un indicador mayormente sensible a variaciones en la parte intermedia de la distribución del ingreso (Milanović, 2016). Otra manera de observar los contextos económicos desiguales en los países es a partir de la concentración del ingreso en la población (Keeley, 2015), lo cual estratifica las ventajas y desventajas de manera más notoria o reconocible para los individuos (Hertel & Schöneck, 2019) y se enfoca en la participación de los grupos ubicados en los extremos de la distribución del ingreso (Milanović, 2011). En este sentido, la forma en que se distribuyen los ingresos en una sociedad podría asociarse con mayores niveles de conflicto percibido en tanto una alta concentración del ingreso incrementa las distancias entre los más ricos y el resto de la población, además de facilitar el desarrollo de la polarización social y de los conflictos redistributivos (Andersen & Curtis, 2015; Della Porta et al., 2017). Con el propósito de innovar en los hallazgos de la literatura comparada, en esta investigación utilizaré la concentración del ingreso como medida de la desigualdad económica de los países. En base a estos antecedentes se establece la siguiente hipótesis de nivel contextual:

\(H_{3a}\): Mayores niveles de desigualdad económica aumentarán las percepciones de conflicto social en los individuos.

Segundo, si bien el efecto de la desigualdad económica es transversal, también se han demostrado variaciones importantes entre países (Delhey & Keck, 2008; Hadler, 2017; Hertel & Schöneck, 2019; Whitefield & Loveless, 2013). En aquellos países donde hay baja desigualdad económica las percepciones de conflicto social tienden a ser menores, mientras que en países donde existen altos niveles de desigualdad económica estas percepciones son mucho mayores (Edlund & Lindh, 2015; Hadler, 2017). Esto sugiere que buena parte de la variación observada entre países respecto a las percepciones de conflicto se debe a sus diferencias sobre la desigualdad económica, la cual es cercana al 29% según un estudio reciente de Edlund & Lindh (2015). En esta línea, Delhey & Keck (2008) señalan que el efecto de la desigualdad económica sobre las percepciones de conflicto no es parejo entre los países europeos8, puesto que naciones como Dinamarca poseen bajos niveles de percepción de conflicto y de desigualdad económica, mientras que países como Hungría perciben altos grados de conflicto social a pesar de su baja desigualdad económica. Algunas de las principales razones de estas variaciones se deben a los distintos niveles de desigualdad de ingresos y concentración de la riqueza que experimentan los individuos dentro de los países, así como también por los marcos institucionales que mitigan el efecto de la desigualdad económica y dan forma a la traducción institucional del conflicto -sección siguiente- (Edlund & Lindh, 2015; Hadler, 2017).

Un fenómeno que no ha sido estudiado hasta ahora en la investigación comparada corresponde al posible efecto que puede tener el nivel de desigualdad económica en la relación entre la clase social y las percepciones de conflicto social. Algunos estudios han demostrado que las distintas categorías de clase perciben de diferente manera el conflicto social (Edlund & Lindh, 2015; Pérez, 2022), pero no existen investigaciones que hagan dialogar esta relación con la influencia del contexto económico de los países. Ante este vacío, los antecedentes que aportan las investigaciones sobre preferencias redistributivas ayudan a plantear posibles hipótesis (Andersen & Curtis, 2015; Dodson, 2017; Edlund & Lindh, 2015). Gran parte de estos estudios analizan el rol moderador de la desigualdad económica en las preferencias redistributivas de las clases sociales en diferentes países, constatando que en sociedades en donde existen altos grados de desigualdad económica las distintas clases sociales tienden a converger en sus preferencias redistributivas, mientras que cuando la desigualdad económica es baja se pueden observar nítidamente las diferencias entre clases (Andersen & Curtis, 2015; Edlund & Lindh, 2015). Sin embargo, Edlund & Lindh (2015) demostraron que en países con alta desigualdad económica tienden a haber mayores percepciones de conflicto social en vez de político (i.e. preferencias redistributivas) y vice versa. En tal sentido, parece admisible plantear que, a diferencia de lo que ocurre con el conflicto político/redistributivo, las clases sociales tenderán a divergir en sus percepciones de conflicto social a medida que aumenta la desigualdad económica. En efecto, los individuos pertenecientes a la clase trabajadora tenderán a aumentar su percepción de conflicto ante la agudización de la deprivación económica, mientras que las clases medias también aumentarán su percepción -elevando el promedio- debido a que un incremento en la desigualdad económica supone un detrimento en sus condiciones materiales y afecta sus posibilidades de movilidad social (Della Porta, 2015; Hertel & Schöneck, 2019). Por su parte, individuos de clases capitalistas mantendrán o disminuirán su percepción de conflicto debido a sus menores niveles de deprivación económica, además de que en contextos de alta desigualdad su posición en la estructura social les permitiría mantener sus privilegios y acumular riquezas (Azzellini, 2021; Della Porta, 2015; Haddon & Wu, 2022). En consecuencia, se plantea la siguiente hipótesis de interacción derivada de la teoría del conflicto social:

\(H_{3b}\): A mayores niveles de desigualdad económica, los individuos de clase trabajadora aumentarán su percepción de conflicto social, mientras que individuos de clase capitalista mantendrán o disminuirán su percepción de conflicto social. En suma, las diferencias de clase se acrecentarán.

1.3.2 Marcos institucionales

“Institutions may be understood as a non-deterministic context for action” —(Jackson, 2010, p. 80).

El desarrollo y carácter que adquiere el conflicto social también depende de las estructuras institucionales que lo engloban (Bercovitch et al., 2008). A pesar de que algunos analistas han diagnosticado que desde 1980 las diferencias institucionales entre países se han difuminado producto de la globalización neoliberal, convergiendo en una trayectoria común hacia la desregulación y el apaciguamiento de los conflictos industriales (Baccaro & Howell, 2011), no es de extrañar que los niveles de conflictividad social varíen sustancialmente entre países (Della Porta, 2015). Así, por ejemplo, en países latinoamericanos como Chile o Argentina la frecuencia de movilizaciones sociales y acciones contenciosas son mucho mayores que en los países nórdicos, como Suecia, Noruega o los Países Bajos, en donde existen los denominados Estados de Bienestar (Almeida & Cordero Ulate, 2015; Della Porta et al., 2017). Esto puede asociarse, entre otros motivos, a los marcos institucionales propios de cada contexto que constriñen o facilitan determinadas formas del conflicto social, logrando traducir o elevar las polaridades sociales y el descontento (Edlund & Lindh, 2015). En esa dirección, las investigaciones sobre las percepciones de conflicto social por lo general han utilizado indicadores y teorías provenientes del análisis institucional, especialmente de la literatura del neo-corporativismo, para explicar el vínculo entre el conflicto percibido, las estructuras institucionales y su variación entre países (Hadler, 2017; Ringqvist, 2020).

En el análisis institucional no solo se busca comparar determinadas instituciones o tipologías normativas, sino que también se procura analizar cómo tales contextos institucionales se relacionan con los individuos en un sentido bidireccional, es decir, la forma en que las instituciones constriñen pero a la vez son transformadas por los individuos (Jackson, 2010). En este ámbito, existen distintas teorías institucionales que buscan dar cuenta de la relación entre individuos e instituciones, destacando las perspectivas provenientes de la economía, la ciencia política y la sociología. La primera perspectiva se basa en los supuestos del “rational choice,” entendiendo a las instituciones como productos de un juego económico determinado por los intereses y acciones estratégicas de los actores (Jackson, 2010). La segunda, más cercana al institucionalismo histórico, concibe a las instituciones y a los actores como mutuamente constitutivos: los actores poseen elecciones estratégicas sobre las instituciones pero definen sus intereses y posibilidades en una situación histórica determinada, basada en las normas y poderes institucionalizados (Thelen, 2010). La última, concibe a las instituciones en un sentido esencialmente exógeno aunque no determinista de la acción. En el enfoque sociológico, las instituciones encarnan reglas, normas y marcos interpretativos compartidos que actúan como “contextos para la acción,” ofreciendo un conjunto de posibilidades y experiencias establecidas que interactúan con la subjetividad de los individuos e influyen en sus intereses (Erbring & Young, 1979; Jackson, 2010; Scott, 2005). En base a lo anterior, en esta investigación adoptaré una perspectiva sociológica del análisis institucional para explicar el vínculo entre el conflicto percibido y los marcos institucionales.

El corporativismo ha sido el ámbito comúnmente utilizado en la investigación empírica para analizar la relación entre las percepciones de conflicto y los marcos institucionales (cf. Edlund & Lindh, 2015; Hadler, 2003; Ringqvist, 2020). Siguiendo a Jahn (2016), el corporativismo es un fenómeno complejo que se compone de tres dimensiones: i) una estructural, ii) una funcional y iii) una de alcance. Las dos primeras dimensiones hacen referencia a las dos formas en que el corporativismo ha sido comúnmente definido en la literatura (Siaroff, 1999). En la dimensión estructural, el corporativismo supone un sistema altamente centralizado y jerarquizado de representación de intereses en donde los mayores actores económicos (trabajadores y empresarios) coordinan sus comportamientos a través de, por ejemplo, la centralización de la negociación salarial (Siaroff, 1999). En la dimensión funcional, el corporativismo implica un patrón institucionalizado de organizar los procesos de toma de decisiones o consultas sobre distintas políticas sociales y económicas (policy making) a partir de la participación o acción asociativa de grupos organizados y el Estado, también conocido como concertación política (Driffill et al., 1994). Por último, en la dimensión de alcance el corporativismo es visto como un tipo de sistema económico en donde los efectos producidos por estos arreglos institucionales tienen una amplia penetración en la sociedad, generalmente examinados a partir del nivel de la coordinación salarial o la extensión de los beneficios de la negociación colectiva (Kenworthy, 2003). Los países en donde se presentan estos marcos institucionales tripartitos suelen ser denominados como “corporativistas democráticos” (e.g. Austria, Noruega o Suecia), en contraposición a los arreglos institucionales “pluralistas” o liberales predominantes en los países anglosajones, donde los sistemas de representación son descentralizados y las relaciones entre los grupos de interés y el Estado son informales, competitivas y segmentadas (Siaroff, 1999).

Dentro de la literatura del corporativismo, el conflicto social ha ocupado un lugar prominente, a menudo bajo el concepto de institucionalización del conflicto (Driffill et al., 1994). Para el enfoque de los recursos de poder (power resource approach - PRA), el corporativismo no es únicamente un tipo de sistema económico, sino que principalmente representa las formas institucionalizadas de regular el conflicto de clases o de establecer compromisos entre ellas, en donde tales instituciones surgen como resultado de conflictos pasados y sirven como un marco para la codeterminación o negociación entre los mayores representantes de los trabajadores, los empresarios y el Estado (Driffill et al., 1994; Wright, 2015). Bajo este sentido, el corporativismo estaría íntimamente vinculado con el conflicto social en tanto la institucionalización del conflicto se refiere al proceso mediante el cual distintas estructuras institucionales, como la centralización de la negociación colectiva o la concertación política, trasladan o constriñen los conflictos sociales al plano político (Korpi, 2006). Esta forma de concebir al corporativismo como resultado de la institucionalización del conflicto de clases puede asociarse con las dimensiones estructurales y funcionales del mismo ya que, para que tales marcos tripartitos de negociación se mantengan, debe existir un soporte estructural que les permita a los principales grupos de interés (trabajadores y empresarios) movilizar sus recursos de poder e influir en la esfera institucional (Jahn, 2016; Korpi, 2006). De este modo, y desde un enfoque sociológico, la presencia o ausencia de estas instituciones corporativistas establecería determinados “contextos para el conflicto social” al proporcionar mecanismos que permiten su traducción o exclusión de la esfera política-institucional, lo que a su vez puede influir en el nivel de conflicto percibido por parte de los individuos (Hadler, 2003).

La literatura de las percepciones de conflicto se ha enfocado en dos aspectos del corporativismo para explicar el efecto de sus estructuras institucionales. Por un lado, se encuentran las consecuencias macroeconómicas que suponen ciertas instituciones corporativistas, generalmente vinculadas a los Estados de Bienestar, que permitirían sofocar las tensiones sociales mediante el gasto social, la redistribución de la riqueza o la protección social (Edlund & Lindh, 2015; Hadler, 2017). Al respecto, Edlund & Lindh (2015) demuestran que a medida que el tamaño del Estado de Bienestar es más extenso, esto es, el nivel agregado del ingreso fiscal, el gasto social y la redistribución gubernamental, las percepciones de conflicto social disminuyen en 20 países entre 1999-2009. Investigaciones comparadas como las de Delhey & Keck (2008), Hadler (2017) y Hertel & Schöneck (2019) confirman la dirección de estos hallazgos. Estos tres estudios constatan que a medida que crece la redistribución per cápita del GDP disminuyen las percepciones de conflicto en el eje vertical de la sociedad. Además, Delhey & Keck (2008) dan cuenta de que cuando aumenta el gasto social como proporción del GDP de un país, las percepciones de conflicto social también disminuyen aunque no tan marcadamente en 28 países europeos. Al contrario, en los países donde los Estados de Bienestar son más limitados o en los que predominan economías orientadas hacia el mercado, las tensiones sociales percibidas por los individuos son más pronunciadas debido a que en estos países las desigualdades materiales tienden a ser relativamente altas y las diferencias de clases se encuentran más polarizadas (Edlund & Lindh, 2015; Hadler, 2017).

Por el otro lado, se sitúa el grado de organización e involucramiento de los grupos de interés en las políticas económicas de los países, destacando la centralización de la negociación colectiva, la densidad sindical o el nivel de concertación política, que permitirían la traducción institucional de las desigualdades sociales hacia el plano político (Christiansen et al., 2020; Hadler, 2003). Contrario a los indicadores macroeconómicos de la política corporativista, estas investigaciones enfatizan que los niveles de centralización de los grupos de interés y sus distintas formas de participación junto al Estado en la definición de la política económica disminuyen en mayor medida las percepciones de conflicto (Delhey & Keck, 2008; Pérez, 2022; Ringqvist, 2020). Por ejemplo, Pérez (2022) y Ringqvist (2020) demuestran que mientras más alto es el poder sindical en un país menores serían las percepciones de conflicto social ya que, en teoría, existirían menores diferencias de ingresos y mayor protección del empleo en tanto estos han sido objetivos históricos de los sindicatos cuando logran influir en la esfera institucional. Estos hallazgos robustecen la tesis de la doble naturaleza del sindicalismo, puesto que en determinados contextos los sindicatos funcionan como amortiguadores en vez de potenciadores del conflicto social (Hyman, 2001). Para el enfoque del PRA, este fenómeno es esperable ya que, mientras más fuerte sea el movimiento laboral en un país mayores recursos de poder institucional movilizará, trayendo por consecuencia que los conflictos sociales tiendan a reducirse al trasladarse al ámbito político-institucional (Schmalz et al., 2018). Por su parte, y en esta misma dirección, Ringqvist (2020) constata que cuanto más elevado es el nivel de concertación política en un país menores serán las percepciones de conflicto entre trabajadores y directivos de empresa, siendo además el factor institucional más relevante en comparación a la centralización de la negociación colectiva o la densidad sindical (Delhey & Keck, 2008; Hadler, 2003).

Lo que han demostrado estas investigaciones es que, mientras mayor sea la fuerza del movimiento sindical o mayor sea la codeterminación tripartita de la política económica en un país, menores serán las percepciones de conflicto social. Como se mencionó, ambos elementos hacen referencia a lo que tanto la literatura del corporativismo como la teoría de los recursos de poder han definido como la institucionalización del conflicto social, en donde además de originarse diseños institucionales que canalizan los conflictos hacia el plano político, los principales actores colectivos cuentan con la capacidad o poder suficiente para movilizar sus recursos e influir en la esfera institucional (Driffill et al., 1994; Korpi, 1985). Ambos factores, estrechamente interrelacionados, dan cuenta de variaciones institucionales significativas entre países corporativistas y países no-corporativistas o liberales en la medida que estos últimos poseen débiles o inexistentes canales institucionales para la resolución de conflictos (Pérez, 2022; Ringqvist, 2020). En este sentido, y en línea con los antecedentes mencionados, mientras mayor sea el grado de corporativismo entendido como la institucionalización del conflicto social en un país, menores serán las percepciones subjetivas del mismo. En consecuencia, se plantea la siguiente hipótesis de investigación:

\(H_{4}\): Mayores niveles de corporativismo disminuirán las percepciones de conflicto social en los individuos.

Por último, junto a los efectos de los factores contextuales de los países descritos hasta aquí, cabe preguntarse por si el paso del tiempo se ha asociado en alguna medida con posibles incrementos en el nivel de conflicto percibido. Ciertamente, los cambios experimentados por diversos países en las últimas décadas respecto a sus niveles de desigualdad económica o el resurgimiento de las protestas sociales podrían asociarse con mayores grados de percepción de conflicto social en los individuos (Hadler, 2003). Gracias a la disponibilidad de datos longitudinales y comparativos, además del desarrollo de distintos métodos (Fairbrother, 2014), algunas investigaciones han demostrado que el nivel de conflicto percibido ha variado significativamente a través del tiempo (Edlund & Lindh, 2015; Hadler, 2017). No obstante, estos estudios han utilizado un conjunto reducido de países que no permiten realizar conclusiones definitivas (Schmidt-Catran et al., 2019). Además, estas investigaciones no han encontrado efectivos significativos asociados a los cambios longitudinales en el índice de Gini o el tamaño de los Estados de Bienestar, abriendo la posibilidad de examinar el efecto del cambio en el tiempo empleando otros indicadores contextuales como la concentración del ingreso o el grado de corporativismo de los países. Con el propósito de contribuir a estos hallazgos en la literatura comparada con datos actualizados al año 2019, se plantea la siguiente hipótesis exploratoria sobre el efecto del cambio en el tiempo en el nivel de conflicto percibido:

\(H_{5}\): El aumento en el tiempo incrementará la percepción de conflicto social en los individuos.


  1. Delhey & Keck (2008) estudiaron países como: Dinamarca, Finlandia, Suecia, Irlanda, Reino Unido, Países Bajos, Austria, Bélgica, Francia, Alemania, Luxemburgo, Grecia, Italia, Portugal, España, Chipre, Malta, Eslovenia, República Checa, Hungría, Polonia, Eslovaquia, Estonia, Letonia, Lituania, Bulgaria, Rumanía y Turquía.↩︎