1.1 Percepciones subjetivas del conflicto social
“The distinction between «up» and «down» -or, as the English say, «Them» and «Us»- is one of the fundamental experiences of most men in society, and, moreover, it appears that this distinction is intimately connected with unequal distribution of power” —(Dahrendorf, 1958, p. 176).
A lo largo de la historia de la humanidad, la existencia del conflicto ha sido una característica principal de todas las sociedades (Collins, 2009). El problema del conflicto social, al igual que el de la integración social, ha ocupado un lugar primordial en la sociología desde sus comienzos, desarrollando distintas perspectivas para analizarlo (Wieviorka, 2013). Por un lado, se encuentran las perspectivas consensualistas, las cuales poseen un especial interés por las normas y lazos sociales que permiten la integración social y política, y que han tendido a obviar o minimizar el conflicto al concebirlo como una patología (Cadarso, 2001; Coser, 1957). Por el otro lado, se sitúan las perspectivas conflictivistas que han enfatizado el rol ubicuo o inherente del conflicto en la vida social, siendo comprendido como un motor de progreso, solidaridad interna y de cambio (Cadarso, 2001; Dahrendorf, 1958). En un punto intermedio entre estas dos perspectivas normativas opuestas y lejos de pretender ser una teoría general, la sociología del conflicto se ha concentrado en explicar las causas estructurales de los conflictos sociales a partir de las diferencias en los intereses y valores de los actores participantes, los niveles en donde ocurren y las condiciones que los posibilitan, además de interesarse por describir las dinámicas y consecuencias que adquieren los conflictos (Collins, 2009; Wieviorka, 2013).
A pesar de que es un concepto controversial, varios autores coinciden en una definición mínima del conflicto social como una relación entre partes interdependientes con objetivos incompatibles o antagónicos4, en la que impera un principio de bienestar inverso para la consecución de estos objetivos -el logro de uno supone el detrimento del otro- (Fink, 1968; Kriesberg, 1973). Complementario a esto, Wieviorka (2013) enfatiza que el conflicto social es siempre una relación entre oponentes que comparten referencias culturales, por lo que es necesario que al menos exista una esfera de acción compartida por los actores, un principio de oposición en la que cada parte se define en relación con la otra y, en consecuencia, un principio de autoidentificación. Esto permite diferenciar al conflicto social de otras formas de conflicto, como la competencia o los conflictos bélicos, ya que se desarrolla esencialmente dentro de las sociedades o Estados naciones y las partes involucradas siempre son grupos o colectividades sociales (Fink, 1968; Oberschall, 1978). Esta última característica se asocia fuertemente con las teorías de la estratificación social puesto que, generalmente, la clasificación de las unidades en pugna depende del lugar que ocupen en la estructura social (Collins, 2009).
Los conflictos sociales poseen múltiples expresiones, las cuales pueden ser analíticamente diferenciadas a partir de los motivos que originan el conflicto (Kriesberg & Dayton, 2012). En la literatura, los motivos del conflicto social se han separado en dos grandes grupos (Cadarso, 2001). Por un lado, se encuentran los conflictos motivados por intereses distributivos, en donde las desigualdades materiales, de poder o de status juegan un rol central en la definición de pugnas en el eje vertical de la estructura social (Bercovitch et al., 2008; Collins, 2009). Por otro lado, se sitúan los denominados conflictos «postmaterialistas o culturalistas», en donde priman las desigualdades y discriminaciones sobre características sociales adscriptivas, tales como la etnia, la raza o el género, que se ven expuestas a distintas situaciones de exclusión en el eje horizontal de la estructura social (Inglehart, 2018). Esta división general de los motivos del conflicto ha generado una dicotomía entre los apodados conflictos tradicionales y los nuevos conflictos sociales. Sin embargo, esta distinción es de un carácter más bien análitico antes que empírico puesto que los conflictos poseen, en distintos grados de predominancia, motivos tanto ‘viejos’ como ‘nuevos’ que los caracterizan (Della Porta & Diani, 2006).
Con el resurgimiento de la conflictividad social en las últimas décadas, los conflictos relativos a temáticas redistributivas o materiales han vuelto a adquirir relevancia, especialmente a luz del aumento de la desigualdad económica y las transformaciones tecnológicas y productivas en varios países (Della Porta, 2015; Roberts, 2014; Silver, 2003). A pesar de que gran parte de los estudios recientes se han centrado en las desigualdades y discriminaciones horizontales (Wieviorka, 2013) y de que inclusive algunos autores plantearon el fin de los conflictos verticales (Nick, 2002), un número no menor de investigaciones continúan destacando la importancia de los conflictos distributivos en las sociedades capitalistas contemporáneas, sobre todo en aquellos países donde los niveles de tensión entre grupos sociales han desembocado en ciclos de movilización y protesta (Della Porta, 2015; Evans & Tilley, 2017; Kerbo, 2012). Por ello, los conflictos verticales o distributivos son el centro de análisis de esta investigación, los cuales a su vez han ocupado un lugar primordial en las diversas corrientes y teorías sociológicas del conflicto social.
Las teorías del conflicto social difícilmente son autónomas, ya que tienden a formar parte de una concepción global de la realidad y su funcionamiento (Cadarso, 2001). Desde el funcionalismo, Coser (1957) enfatiza que el conflicto no es algo estrictamente negativo, sino que al contrario forma parte de las estructuras sistémicas brindando solidaridad, innovación y estabilidad. Para Coser (1967, p. 232) el conflicto social “es una lucha por los valores o las reivindicaciones de estatus, poder y recursos escasos,” distinguiéndose de los sentimientos de hostilidad ya que siempre es una interacción real (Coser, 1956). En la tradición marxista, el conflicto social forma parte de su núcleo explicativo sobre las relaciones de clase y de producción; “la historia de todas las sociedades que han existido hasta nuestros días es la historia de las luchas de clases” (Marx & Engels, 1848, p. 31). Los aportes de Marx han servido como fundamento de la teoría moderna del conflicto en la medida que define su origen a partir de los intereses contradictorios que se forman por las distintas relaciones de propiedad sobre los medios de producción (Marx, 1975). Así, la base socioeconómica del conflicto, sustentada en la dominación y explotación del trabajo que engendra la opresión de clases, da pie al reconocimiento de intereses antagónicos y la movilización (Wright, 2005). Por último, más cercano a la sociología weberiana, Dahrendorf (1958) sostiene que el conflicto no se reduce meramente a la producción, sino que descansa en toda relación social que implique una asimetría en la estructura de autoridad. De este modo, el conflicto social emerge de la relación entre dominantes y dominados, distinción íntimamente conectada con la distribución desigual del poder (Dahrendorf, 1958). ¿Qué tienen en común estas corrientes?, que comprenden la raíz del conflicto social como la distribución estructuralmente desigual del poder (Kriesberg, 1973).
El vínculo entre la desigualdad y el conflicto social es ciertamente estrecho. Todas las sociedades modernas se caracterizan por poseer, en algún grado, una desigual distribución de recompensas materiales y simbólicas entre sus miembros (Crompton, 2008). La desigualdad implica que distintas unidades sociales poseen diferentes cantidades o accesos sobre esos atributos, los cuales pueden ser riqueza, poder u otros recursos de valor (Wright, 1994b). El concepto de estratificación social permite describir estas estructuras sistemáticas de la desigualdad (Crompton, 2008), o en otros términos, refiere al examen del proceso distributivo que busca responder a la pregunta sobre ¿quién tiene qué y por qué? (Lenski, 1966). Uno de los principales elementos que origina la institucionalización de la desigualdad es la distribución diferencial del poder5 (Lukes, 2004). La organización del poder establece distintas localidades y jerarquías en la estructura social, en la medida que unos poseen la capacidad de ejercer poder para controlar las acciones de otros -autoridad- y/o para controlar la propiedad sobre determinados recursos estratégicos -como los medios de producción- y excluir a otros (Callinicos, 2004). Estas distintas posiciones, basadas en una relación de desigualdad, generan en consecuencia diferencias en los intereses, objetivos y valores de quienes las ocupan, los cuales son susceptibles de entrar en conflicto cuando la estructura de dominación es deslegitimada -por ejemplo, ante la deprivación económica- (Kriesberg, 1973), o bien, cuando estos intereses son incompatibles y solo pueden realizarse mediante cursos de acción que hagan chocar a los agentes -por ejemplo, el interés de controlar ciertos recursos o posiciones de prestigio que son escasas- (Callinicos, 2004). De este modo, considerando al poder como un recurso desigualmente distribuido pero fundamental para definir las posiciones, capacidades e intereses en la estructura social, la relación entre la desigualdad y el conflicto social puede resumirse de la siguiente manera: “el conflicto es orgánico a la estructura de los mecanismos generadores de desigualdad” (Wright, 1994b, p. 57).
Considerando este vínculo entre el conflicto y la desigualdad, es admisible introducir el marco general en el cual se sitúa esta investigación. Este marco se compone de dos premisas analíticas: primero, que el conflicto social puede expresarse en formas latentes (Fink, 1968; Kriesberg, 1973), y segundo, que su estudio descriptivo puede realizarse a escala subjetiva (Kelley & Evans, 1995; Pondy, 1967). Sobre lo primero, la distinción entre las expresiones objetivas y subjetivas del conflicto social ha dado paso a la formulación de dos perspectivas para analizarlo: las que se enfocan en las ‘acciones’ y las que se enfocan en los ‘motivos’ (Fink, 1968). De acuerdo con estas últimas, el campo de observación de los conflictos engloba a todas aquellas relaciones sociales en donde exista una incompatibilidad de intereses tanto manifiestos como latentes (Fink, 1968). La dimensión latente del conflicto social refiere a las incompatibilidades o antagonismos subyacentes entre grupos sociales, sin implicar un reconocimiento plenamente consciente por parte de los individuos puesto que se sostienen en las expectativas asociadas a determinados roles e intereses en la estructura social (Kelley & Evans, 1995). La integración de la dimensión subjetiva del conflicto agrega un grado de complejidad a su definición inicial, por ello, en esta investigación entenderé conceptualmente al conflicto social como todas aquellas relaciones de oposición en los objetivos, intereses o valores “en el que dos o más entidades sociales están vinculadas por al menos una forma de relación psicológica antagónica o al menos una forma de interacción antagónica” [traducción propia] (Fink, 1968, p. 456). Respecto a lo segundo, el estudio empírico del conflicto social a nivel descriptivo se ha enfocado en sus expresiones manifiestas a partir de, por ejemplo, la acción colectiva (Tilly & Tarrow, 2015), pero también puede enfocarse en sus expresiones latentes, alusivas al ámbito subjetivo de las relaciones antagónicas en la sociedad que pueden ser analizadas a través de las percepciones de los individuos (Hadler, 2003).
El concepto de percepción se refiere al proceso cognitivo mediante el cual los individuos reciben o captan información sobre su entorno, la organizan mentalmente y la expresan como descripción de lo captado (Bercovitch et al., 2008, p. 8). En ese sentido, las percepciones refieren al ejercicio subjetivo de describir lo observado, o en palabras de Janmaat (2013, p. 359): “percepciones se refieren a las estimaciones subjetivas de la desigualdad existente (i.e. pensamientos sobre lo que es).” La idea de percepción puede asociarse con el concepto de ‘etapas’ del conflicto (Fink, 1968). Teóricamente, un conflicto pasaría por distintos estadios que van desde las condiciones estructurales de desigualdad que lo posibilitan, la fase cognitiva asociada a las creencias de los individuos sobre su entorno, hasta la ocurrencia o manifestación abierta del mismo (Kriesberg, 1973). Siguiendo a Pondy (1967), el conflicto social en un estado latente se asocia a las condiciones estructurales de desigualdad que generan intereses contradictorios entre los individuos, y la percepción de este conflicto se sitúa en el ámbito o fase cognitiva de su desarrollo. Así, autores como Collins (2009) o Kriesberg (1973) sostuvieron que un aspecto fundamental para la ocurrencia de los conflictos es la previa percepción del mismo, la cual puede darse cuando existan situaciones objetivas de conflicto, o bien, cuando la incompatibilidad de intereses exista pero las partes no sean plenamente conscientes de ello (i.e. conflicto latente).
Lo anterior implica que el estudio de la percepción subjetiva del conflicto se sustenta en la descripción del conflicto social captado por los sujetos y, por ende, hace referencia a la realidad objetiva -remota e impersonal- de los intereses opuestos de los grupos sociales en pugna (Kelley & Evans, 1995). Por lo tanto, y conectando esta explicación con las definiciones expuestas anteriormente, podemos definir que la percepción de conflicto social se refiere a cómo los sujetos captan/describen un conflicto social determinado entre dos grupos que poseen intereses contrapuestos. De tal manera, las percepciones de conflicto social indican, en un sentido sociológico, “la medida en que los individuos experimentan su entorno como caracterizado por tales relaciones antagónicas” (Hertel & Schöneck, 2019, p. 2).
Las percepciones de conflicto social son la variable dependiente de esta investigación y serán medidas como una agregación de distintas escalas de conflicto percibido entre grupos sociales verticalmente estructurados. Las investigaciones relacionadas generalmente utilizan categorías sociales contrapuestas como: ricos y pobres, trabajadores y empresarios, clase media y clase trabajadora, los de abajo y los de arriba. El sentido de orden vertical es fundamental para dar cuenta de que hay grupos poseedores y grupos desposeídos -o grupos que dan órdenes y grupos que las reciben-, mientras que el elemento de conflicto social permite enfatizar oposiciones de intereses manifiestos o subyacentes entre estos grupos (Kelley & Evans, 1995, p. 164). Esta forma de medición de las percepciones de conflicto social se ha utilizado frecuentemente en la literatura, sea como variable dependiente principal o bien como un componente de un concepto teórico más grande, como por ejemplo, la conciencia de clase (cf. Hadler, 2017; Wright, 1997).
De acuerdo con el cuerpo teórico y empírico de la literatura de las percepciones de conflicto social, estas se verían influenciadas por tres dimensiones: (i) la ocurrencia de conflictos reales6, (ii) las características individuales y (iii) las características contextuales (Hadler, 2003), tal como indica la Figura 1.1. A nivel individual, se establece que las actitudes subjetivas de las personas, como la desigualdad percibida, y sus condiciones objetivas, como su nivel de ingreso, determinan en buena medida las percepciones de conflicto (Hadler, 2003; Hertel & Schöneck, 2019). De igual manera, las características contextuales de los países, como por ejemplo el nivel de desigualdad económica o el grado de redistribución del gobierno, influyen en las percepciones de conflicto social en tanto dificultan o facilitan la emergencia de conflictos (Edlund & Lindh, 2015; Hadler, 2017). Estas perspectivas de análisis a nivel individual y contextual orientan la presente investigación, enfocándose principalmente en la posición de clase y en menor medida en la afiliación sindical a nivel individual, y en la desigualdad económica y el grado de corporativismo de los países a nivel contextual. Ahora, resta comprender cómo estas dimensiones de análisis se relacionan con las percepciones de conflicto social en los apartados siguientes.
En esta investigación no estableceré distinciones conceptuales entre antagonismo y oposición en vista de que la primera es de un contenido filosófico-político más diverso. Para discusiones y definiciones sobre estos conceptos ver Mouffe, C. (2007). En torno a lo político. Buenos Aires: Fondo de cultura económica↩︎
Entenderé el concepto de poder bajo la noción clásica de Max Weber (1944), quien realiza una distinción entre: (i) el poder sobre como la probabilidad de imponer la propia voluntad sobre una relación social, aún contra toda resistencia y cualquiera sea el fundamento de esa probabilidad, y (ii) el poder para concebido como la capacidad de realizar determinados intereses y deseos.↩︎
El posible efecto de los conflictos objetivos o manifiestos no será considerado en esta investigación, como se detalla en la Figura 1.1, debido a que se escapa del marco de análisis presentado.↩︎